Literatura

1984, cuarenta años después: ¿seguimos viviendo en la distopía más célebre de todos los tiempos?

Se cumplen cuatro décadas de la fecha elegida por George Orwell para concentrar todos nuestros miedos y ansiedades sociales con respecto al futuro. ¿Cómo vemos al Gran Hermano ahora que ya ha ingresado en la mediana edad?
Portada de 1984 de George Orwell en edición de Akal.
Siempre, siempre vigilante.Editorial Akal
Uno

La persistencia cultural de 1984 continúa siendo hoy día, nada menos que cuatro décadas después del punto histórico de no-retorno escogido por su autor (más adelante indagaremos un poco en eso), tan inapelable que podríamos partir de cualquier ejemplo para demostrar nuestra tesis, pero hemos escogido uno de los más inesperados: YOLO, aquella colaboración entre The Lonely Island y Adam Levine que nos mató de risa allá por 2013, hace ya más de diez años. En un momento dado, Andy Samberg nos asegura (rapeando, por supuesto) que “no existe nada parecido a demasiado Purell”, un gel de manos que, según su lema publicitario, elimina el 99,9% de los gérmenes. Para subrayar la importancia de sus palabras, Samberg añade: “This a cautionary tale, word to George Orwell”. Lo cual quiere decir que, a estas alturas, el apellido “Orwell” y el concepto “1984” son ya tan sinónimos de advertencia distópica que se prestan a todo tipo de chistes. Y ni siquiera es necesario haber leído la novela para entenderlos, pues (al igual que ocurre con Drácula o El Quijote) su esencia fundamental forma parte del inconsciente colectivo. Lo cual es ciertamente asombroso, pero no deja de plantear algunas preguntas. Preguntas muy complejas.

Nueve

Por ejemplo, ¿estamos seguros de haber comprendido lo que Orwell quiso contarnos con ella? ¿Totalmente seguros? 1984 se publicó a principios de 1949 y, tal como podemos leer en esta crítica contemporánea del New Yorker, logró consolidarse como un éxito casi instantáneo de crítica y público, pese a que su propio autor tuviera serias reservas –compartidas, en cualquier caso, con el resto de su obra: Orwell siempre fue su crítico más inmisericorde–. Desde entonces, sus páginas han admitido todo tipo de lecturas desde todo tipo de posiciones a lo largo y ancho del espectro ideológico: como si se tratase de un test de Rorschach, múltiples lectores han proyectado sobre ella sus propias interpretaciones, lo cual resulta harto interesante… Pero quizá no le haga justicia a un texto que, en esencia, nació como una ampliación ficcionalizada de las ideas que el propio Orwell esbozó en su ensayo Sobre el nacionalismo (1945), considerado por muchos estudiosos como en ur-text de 1984. Ni siquiera esa teoría, tantas veces repetida, sobre cómo su título es una simple inversión númerica de 1948, año en que el autor escribió el grueso de su manuscrito, parece estar escrita en piedra: según Dorian Lynskey, autor del libro The Ministry of Truth: The Biography of George Orwell's 1984, el novelista podría haberse inspirado en un poema de su mujer Eileen y/o en una fábula previa de su admirado G. K. Chesterton. En otras palabras: todo el mundo cree saber hoy todo lo que hay que saber sobre 1984, pero cabe la posibilidad de que todo el mundo esté equivocado. O de que estemos ante uno de esos clásicos literarios que han trascendido su condición de simple novela para convertirse en algo más. Algo de todo punto incontrolable.

Ocho

Puede que nadie haya sido tan consciente de la naturaleza inasible que caracteriza a 1984 como quienes han intentado traducirla a otros lenguajes expresivos. Ciertos elementos, como la Neolengua o su asombrosa precisión descriptiva, convierten la novela en una experiencia inherentemente literaria que, sin embargo, tuvo su primera adaptación radiofónica (cortesía de la norteamericana NBC) pocos meses después de su publicación, casi simultánea, en Inglaterra y Estados Unidos. La BBC no se puso manos a la obra hasta 1953, cuando su Sunday-Night Play (un formato de teatro televisado muy similar a nuestro Estudio 1, a su vez adaptado del Studio One de la CBS) le encargó al guionista Nigel Kneale la ingrata tarea de actualizar las pesadillas distópicas de Orwell a un contexto contemporáneo. La emisión fue recibida con franca hostilidad por gran parte de la población británica, luego uno podría argumentar que Kneale hizo su trabajo demasiado bien: el sustrato hostil y subversivo de su versión resultó tan escandaloso que llegó a debatirse en el mismísimo Parlamento. Con todo, su artífice nunca estuvo del todo satisfecho con el resultado, acuñando así una máxima que jamás ha dejado de cumplirse a partir de entonces: las mejores adaptaciones de 1984 son apócrifas.

Cuatro

No hay mejor ejemplo que la primera y, de momento, única versión cinematográfica de la novela, dirigida por Michael Radford y estrenada (casi como si de un formalismo se tratase) en el propio año 1984. Pese a los mejores esfuerzos de John Hurt, perfecto en el papel de Smith, y un Richard Burton que se despidió de la gran pantalla con ella, la película es plana, aburrida y tan poco estimulante como una redacción escolar sobre la importancia de Orwell en nuestro imaginario sociopolítico. Es, por tanto, como hacer los deberes, algo que nadie en su sano juicio podría decir de Brazil, obra maestra absoluta de la ciencia-ficción distópica que Terry Gilliam estrenó justo un año después de la académica adaptación de Radford… y que, a todas luces, puede considerarse una de las más brillantes, imaginativas y certeras representaciones audiovisuales de 1984 jamás estrenadas, pese a que oficialmente no lo sea. El propio Nigel Kneale hizo algo parecido en 1968 con su guion para The Year of the Sex Olympics, protagonizada por un joven Brian Cox (a día de hoy, el actor sigue considerándolo como uno de sus mejores trabajos) y más en sintonía con el alma de la pesadilla orwelliana que su primer, y demasiado ortodoxo, intento. Quizá ese sea el secreto último de 1984, esa profecía tenebrosa que siempre fue más allá de las cifras, las fechas o la literalidad: Orwell no nos legó un evangelio cerrado, sino un manual de instrucciones. Un Talmud, no una Torah. Cada generación necesita (re)interpretarlo, pues, para poder llegar a comprenderlo.